Bombas de pulso electromagnético de gran altitud (HEMP)
Increíble los cientos de explosiones nucleares atmosféricas que se produjeron en secreto y sus consecuencias.
El 9 de Julio de 1962, los Estados Unidos realizaban una prueba nuclear en el espacio exterior con el nombre en clave Starfish Prime: hicieron estallar una carga termonuclear de 1,44 megatones propulsada mediante un cohete Thor a 400 km sobre el Océano Pacífico. Por aquellos tiempos ya se sabía que las explosiones atómicas a gran altitud no pueden causar daños directos en tierra, pero presentan unas propiedades especiales que fueron un secreto absoluto durante más de treinta años, hasta el extremo de convertirse en un arma clave para la guerra nuclear sin que el público tuviera ningún conocimiento de ello. Los físicos sí que se lo imaginaban aunque, naturalmente, no dispusieran de los medios para realizar el experimento, que caía dentro de las atribuciones exclusivas de sus compañeros al servicio de las fuerzas armadas. Aunque a partir de 1981 se publicaron numerosos artículos en Science y otras revistas científicas revisadas por pares, fue sólo tras el final de la Guerra Fría –cuando sus posibilidades eran ya un secreto a voces en el mundo académico– que se empezó a hablar públicamente de la cuestión.
«Eran los daños causados por el EMP, tanto como los debidos a la explosión, el fuego y la radiactividad, lo que ensombrecía todos los estudios detallados sobre la posibilidad de recuperarse después de una guerra nuclear. Sin disponer de esencialmente nada eléctrico o electrónico, incluso en remotas áreas rurales, parecía sorprendentemente difícil que América pudiese recuperarse. La América posterior al ataque, en todos estos estudios, quedaba anclada a principios del siglo XX hasta que pudieran adquirirse en el extranjero equipos eléctricos y componentes electrónicos. Por razones obvias, todo el tema EMP era alto secreto y los seguimientos del Congreso se efectuaban a puerta cerrada. De hecho, esta es la primera sesión de seguimiento a puertas abiertas que recuerdo». – Dr. Lowell Wood, director de los Laboratorios Nacionales Lawrence Livermore, en audiencia ante el Congreso de los Estados Unidos, el 7 de Octubre de 1999.
No se lo dijeron a nadie, pero Starfish Prime modificó el campo magnético de la Tierra –específicamente, el cinturón interior de Van Allen– y creó un cinturón de radiación a su alrededor que dañó tres satélites. Durante muchos años, hubo que construir los satélites artificales con mayor blindaje debido a este hecho. De manera más notoria, ocurrieron cosas extrañas en las Islas Hawaii, situadas a casi mil quinientos kilómetros de distancia: se fundieron misteriosamente trescientas farolas del alumbrado urbano, se dispararon cientos de alarmas contra robo e incendio aunque no hubiera llegado ni la más mínima vibración, y el enlace interinsular de microondas de una compañía telefónica se quemó. Estas averías fueron reparadas rápidamente, sin dar ninguna explicación.
La Unión Soviética protestó, como era de esperar, aunque sólo uno de sus satélites había resultado afectado marginalmente. Lo que no dijeron los rusos es que ellos tenían ya preparada sus propias pruebas para apenas tres meses después, relacionadas con el estudio de la Defensa Antibalística de Moscú: la serie K, que se hizo estallar en Kazajistán entre Octubre y Noviembre de 1962, con cinco cargas de hasta 300 kilotones. La tercera prueba de la serie, denominada poco imaginativamente K-3, detonó el 22 de Octubre a 290 kilómetros de altitud, no muy lejos de la vertical de Jezkazgan, mientras el resto del mundo andaba ocupado con la Crisis de los Misiles de Cuba. Los científicos soviéticos monitorizaban muy discretamente una línea telefónica aérea de 570 km para medir los efectos de aquella energía secreta que parecía hacer cosas a los sistemas eléctricos a distancias enormes; para ello, la habían dividido en varios sectores de 70 u 80 km., instrumentados independientemente.
Se puede imaginar su estupor cuando los 570 km quedaron fritos con corrientes de 1.500 a 3.400 amperios, con todos sus fusibles y disyuntores a gas, y con ellos toda la red de líneas secundarias. No sólo eso: también se incendió violentamente la central eléctrica de Karaganda, mientras 1.500 km de cables eléctricos subterráneos entre Astana y Almaty quedaban fuera de servicio, además de una cantidad incontable de daños menores. De nuevo, aquella energía secreta invisible e imperceptible había demostrado su capacidad de dañar gravemente la infraestructura civil y militar a distancias enormes mediante la sobrecarga masiva de los sistemas eléctricos y electrónicos radicalmente indispensables para cualquier forma de sociedad tecnificada.
Al año siguiente, los Estados Unidos y la Unión Soviética firmaron el Tratado de Limitación Parcial de las Pruebas Nucleares, prohibiendo todos los ensayos excepto los subterráneos, que después suscribiríamos hasta 123 países. La razón fundamental de este tratado fue reducir la cantidad de lluvia radiactiva que estaba ya contaminando toda la Tierra debido a las 331 pruebas atmosféricas norteamericanas, las 200 soviéticas y las decenas de Francia, el Reino Unido y China. Y eso estuvo bien. Aunque también hubo otra razón menos confesable: mantener esta fuerza secreta en la oscuridad, lejos del alcance de cualquier futura potencia nuclear.
Pero, ¿de qué se trataba? ¿Qué clase de fuerza extraordinaria es esta que puede destruir el sustrato más básico de la civilización tecnológica contemporánea a lo largo y ancho de todo un continente, después de una explosión nuclear en el espacio exterior que ni siquiera llega a verse y mucho menos notarse desde tierra? Porque este arma sólo deja como prueba de su presencia unas luces multicolores bellísimas, muy altas en el cielo, que son en realidad auroras boreales: las luces del fin del mundo. Por eso la llaman la bomba del arco iris.
El pulso electromagnético de gran altitud (HEMP).
Cuando se produce un pico súbito de energía electromagnética, durante un periodo muy corto de tiempo, decimos que se trata de un pulso electromagnético. Podríamos afirmar que, por ejemplo, un rayo o un relámpago causan pulsos electromagnéticos naturales.
Ya en 1945, durante las primeras pruebas nucleares en Nevada, se blindaron por partida doble los equipos electrónicos porque Enrico Fermi se esperaba alguna clase de pulso de estas características generado por aquellas bombas atómicas primitivas. A pesar de este blindaje, numerosos registros resultaron dañados o destruidos. Lo mismo les ocurrió a los soviéticos y los británicos, que llamaban a este efecto radioflash.
Lo que ocurre es que, en una bomba atómica que estalla cerca del suelo, el pulso electromagnético es pequeño, tiene poco alcance y en general queda dentro del área de destrucción térmica y cinética ocasionada por el arma, con lo que no se detecta a primera vista. Pero en un explosivo atómico que detona fuera de la atmósfera terrestre, en el espacio exterior, este efecto es muy distinto y resulta amplificado a gran escala por el propio campo magnético natural terrestre. ¿Cómo es esto posible?
Buena parte de la energía de una carga atómica se libera en forma de rayos gamma instantáneos. Los rayos gamma no son otra cosa que una forma de energía electromagnética de alta frecuencia; esto es, fotones como los que, a frecuencias menores, componen la luz, las ondas de radio o los rayos X. Su emisión es característica en los procesos que afectan al núcleo de los átomos o las partículas subatómicas que los forman. En una explosión nuclear, por tanto, se producen masivamente.
Dentro de la atmósfera terrestre, los rayos gamma resultan absorbidos rápidamente por los átomos del aire, produciendo calor; parte de la devastadora energía termocinética que caracteriza a las armas atómicas se debe precisamente a esta razón. Pero fuera de la atmósfera terrestre, esta absorción no se produce, porque no hay aire ni nada digno de mención que se cruce en su camino: a efectos macroscópicos, viajan por el vacío. Y siguen haciéndolo a la velocidad de la luz, hasta volverse imperceptibles en la radiación de fondo. Algunos de los objetos más lejanos que conocemos son los brotes de rayos gamma, en el espacio profundo, precisamente porque esta radiación puede desplazarse sin muchas molestias a lo largo y ancho de todo el universo.
Sin embargo, en una detonación próxima a la Tierra, la parte de esta radiación gamma que enfoca hacia el planeta viaja a la velocidad de la luz hasta alcanzar las capas exteriores de la atmósfera. Si se ha producido lo bastante cerca (típicamente, entre cien y mil kilómetros), esta esfera de radiación gamma en expansión no habrá llegado a disiparse mucho y billones de estos fotones de alta frecuencia chocan con los átomos del aire, a entre 20 y 40 km de altitud, cubriendo la extensión de un continente e incluso más. Entonces, se producen dos efectos curiosos.
El primero es que los átomos de la atmósfera resultan excitados y se ponen a liberar gran cantidad de electrones libres de alta energía, por efecto Compton. A continuación, estos electrones resultan atrapados por las líneas magnéticas del campo terrestre y se ponen a girar en espiral en torno a las mismas. El resultado es una especie de «dinamo» gigantesca, del tamaño del planeta, con un «bobinado» (los electrones libres capturados) que gira a la velocidad de la luz.
No giran mucho tiempo, pero da igual. Como consecuencia, se produce un inmenso pulso electromagnético que carga de grandes cantidades de electricidad el aire circundante y la tierra que está a sus pies. Estas cargas eléctricas ionizan intensamente la atmósfera, causando las bellísimas auroras boreales que dan nombre a la bomba del arco iris, y a continuación se abalanzan sobre todo lo que esté a su alcance con un potencial de decenas e incluso cientos de miles de voltios/metro. Especialmente, sobre los sistemas eléctricos y electrónicos.
Típicamente, el pulso así generado tiene tres componentes, denominados –de manera igualmente poco creativa– E1, E2 y E3. Ninguno de ellos tiene la capacidad de dañar de manera significativa a la materia corriente o a las personas. El E3 es un pulso muy lento, con decenas a cientos de segundos de duración, ocasionando un efecto parecido al de una tormenta geomagnética muy severa; tiende a deteriorar o dañar las grandes líneas eléctricas y sus transformadores. El E2 es muy parecido al ocasionado por el relámpago, y resulta fácilmente neutralizado por los pararrayos y otras protecciones similares contra embalamientos energéticos. El E1, en cambio, es brutalmente rápido, casi instantáneo, y transporta grandes cantidades de energía electromagnética; por ello, es capaz de superar las protecciones corrientes contra rayos y otras sobrecargas, induciendo corrientes enormes, miles de amperios, en los circuitos eléctricos y electrónicos que quedan a su alcance: miles de kilómetros de alcance.
El resultado es sencillo: los circuitos, simplemente, se fríen de modo instantáneo por todo el continente. Esto sucede sobre todo en aquellos que están conectados a antenas (pues una antena capta tanta energía electromagnética del aire como puede) y a líneas que actúen de antena (por ejemplo, los propios cables de la red eléctrica). Pero se ha documentado también muchas veces en circuitos apagados y desconectados, pues el pulso es lo bastante intenso para inducir corriente en su interior.
Los microchips de alta integración en los que se basa toda nuestra tecnología presente, desde las grandes instalaciones industriales y energéticas hasta los aparatejos que nos compramos continuamente, son especialmente frágiles ante el componente E1 del pulso electromagnético, que quema con facilidad las uniones P-N por embalamiento térmico, tanto más cuanto más pequeños sean sus componentes. La subsiguiente dislocación de los sistemas SCADA, los controladores PLC y otros elementos clave de los sistemas que garantizan los servicios de la civilización actual puede poner fácilmente a una sociedad contemporánea de rodillas durante las primeras fracciones de segundo de un ataque así, incluso mucho antes de que empiece la guerra de verdad… en caso de que haga falta después de algo así.
Se ha documentado que esta clase de circuitos pueden quedar dislocados con pulsos de 1.000 voltios/metro y la mayoría de ellos resultan destruidos por debajo de 4.000 voltios/metro. Un arma nuclear detonando en el espacio para generar pulsos electromagnéticos puede barrer fácilmente un continente entero con un potencial de entre 6.000 y 50.000 voltios/metro, incluso con potencias explosivas muy bajas, por debajo de 10 kilotones, menos que la primitiva bomba de Hiroshima. Aunque la documentación pública al respecto es ciertamente críptica, parece como si el componente E1 fuese en gran medida independiente de la energía total liberada por el arma (a diferencia del E3, que es directamente proporcional).
Debido a la distribución característica de las lineas del campo magnético terrestre, y dado que la generación del pulso es totalmente dependiente de las mismas, su intensidad está relacionada con la latitud. El pulso tiende a ser débil cerca del ecuador e intenso en las latitudes intermedias donde se hallan Europa, Estados Unidos, China, Japón y las áreas más habitables de Canadá y Rusia. Su impacto sería mucho más notorio en sociedades altamente urbanas e industrializadas y menor en las zonas agrícolas subdesarrolladas o en vías de desarrollo. Las ciudades, que dependen de una infinidad de servicios garantizados por estas tecnologías y son prácticamente inhabitables en ausencia de los mismos, sufrirían de manera particular. Toda gran urbe depende de sus suministros y su pujanza económica; la capacidad del pulso electromagnético inducido para desarticular los suministros y suprimir la actividad económica les resultaría letal.
Esto último nos hace observar un hecho singular: las armas de pulso electromagnético podrían ser una opción extraordinariamente interesante para países que se sientan en condiciones de inferioridad tecnológica o industrial respecto a un adversario. En un intercambio de bombas del arco iris, el bando más tecnificado e industrializado sufriría daños y dislocaciones de sus infraestructuras esenciales mucho mayor que el bando menos dependiente de la tecnología avanzada. Si las armas nucleares tienen en general una capacidad igualadora importante, las de pulso electromagnético llevan esta capacidad al extremo. Hipotéticamente, una nación agrícola atrasada y anclada a principios del siglo XIX no sufriría ningún daño por un ataque de estas características, mientras que una nación sofisticada, urbanita y avanzada sufriría pérdidas inmensas y correría grave riesgo de aniquilación.
Efectos del HEMP
«Los automóviles modernos dependen de los semiconductores y los microprocesadores; la posibilidad de que sufran daños catastróficos es, por tanto, extrema. Ninguno de los sistemas militares desprotegidos que hemos sometido a pruebas soportaba más de 10.000 voltios por metro […] Las tormentas solares, de potencia muy inferior a esta distancia, han provocado cortes de electricidad muy severos. Existen múltiples razones para creer que las partes de nuestros sistemas de comunicaciones basadas en semiconductores, es decir su práctica totalidad, serían extremadamente vulnerables a un ataque EMP. Es razonable afirmar que muchos, si no todos los sistemas informáticos modernos expuestos a campos EMP de 50.000 voltios por metro, desde los portátiles hasta los grandes sistemas, dejarían de funcionar como mínimo. Y la mayoría de ellos se quemarían. Cualquier arma nuclear de cualquier tipo [generará EMP si se detona a la altitud adecuada]». – Dr. Lowell Wood, op.cit.
Durante un intenso ataque de pulso electromagnético de gran altitud (HEMP) un ciudadano corriente sólo notaría al principio que se ha ido la luz. Su sorpresa aumentaría al mirar su reloj (digital) de pulsera, querer usar el teléfono, encender su portátil o descubrir que al menos una parte de los coches y camiones han dejado de funcionar repentinamente y están formando grandes atascos: nada parece estar operativo. En muchas ciudades, que dependen de bombas para el correcto funcionamiento de la red de aguas potables, la presión de los grifos comenzaría a descender (y en otros puntos aumentar, hasta el extremo de reventar las tuberías). El personal de mantenimiento o emergencias que acudiera a reparar las averías e incendios descubriría que sus propios instrumentos están dañados y al menos una parte de sus vehículos inutilizados.
Así reducido ya al estado de un campesino del siglo XIX sin saberlo, es posible que nuestro amigo o amiga pasara sus primeras horas esperando a ver si vuelve la corriente, leyendo a la luz de las velas, jugando con los niños o bajando al bar (donde no funciona ni la cafetera, ni la cocina) para echar la partida sin luz. En este momento, su vida sería aún parecida a quienes experimentaron algún gran apagón como este, este o este otro. Quienes trabajen o estudien lejos de sus casas tendrían muchos problemas para regresar, y es probable que debieran hacerlo a pie.
Puede que su nerviosismo comenzara a aumentar a la mañana siguiente, al descubrir que todo sigue sin funcionar, que los alimentos del refrigerador comienzan a estropearse y que los cajeros automáticos continúan muertos. Trata de conseguir una radio a pilas, se dirige a la comisaría más próxima o a la junta de distrito a preguntar. Nadie sabe gran cosa. Corre el rumor de que ha habido una guerra. Los supermercados y la mayoría de comercios, desprovistos de cajas registradoras, suministros diarios y controles de stock y personal están en su mayoría cerrados a cal y canto; sólo quedan abiertos algunos pequeños comerciantes, vendiendo el fondo de almacén y sacando las cuentas con lápiz y papel. Se pasa por el trabajo, donde le dicen que no hay nada que hacer hasta que vuelva la luz. Los niños siguen yendo al colegio (si viven cerca), pues para dar clase sólo se precisa tiza y pizarra, pero los profesores andan un poco confundidos.
Cuando pasa por delante de un hospital, se encuentra con largas colas en las puertas de urgencias. Aparentemente, tienen problemas para atender a los enfermos, y no digamos ya cuando se precisa una intervención quirúrgica. Oye decir que se les están agotando los medicamentos más utilizados. Un poco asustado, busca una farmacia abierta para adquirir los fármacos que usa la familia. No se los quieren vender sin receta, y de todas formas algunos ya no quedan. Por todas partes hay vehículos inútiles empujados malamente sobre las aceras y arcenes. Gracias a eso pueden circular ahora unos pocos trastos viejos, anteriores a la era de las centralitas digitales y el encendido electrónico. Pasa un arcaico Land Rover de la Guardia Civil, pidiendo por megafonía a viandantes y vecinos que permanezcan en sus casas siguiendo instrucciones de la Delegación del Gobierno.
Nuestro ciudadano se asusta y decide regresar al hogar. Cuando pasa por cerca de la estación del tren, observa que allí tienen luz eléctrica. Al asomarse, descubre que han conectado una locomotora diésel-eléctrica del año de la tos, a modo de generador. Las modernas máquinas computerizadas para los AVEs y Alaris y demás redes de velocidad alta, en cambio, parecen estar inutilizadas.
En unos pocos días, a nuestro ciudadano ya no le queda comida, ni medicamentos, y el agua potable es de dudosa salubridad. La electricidad sigue sin regresar, pues las fábricas que debían construir los repuestos para hacer millones de reparaciones a gran escala también están destruidas. Se habla de que van a evacuar a la gente al campo. Pero, ¿en qué campos van a meter a los millones de habitantes de las ciudades? Desde la terraza, ve cómo se van formando las primeras colas de refugiados. Sólo entonces comprende que su vida y la de los suyos ha cambiado para siempre, propulsados a un mundo antiguo donde, realmente, ya no sabe cómo sobrevivir.
«Esto no son hipótesis. Este es el tipo de daño que vemos en los transformadores durante las tormentas geomagnéticas. Una tormenta geomagnética es una variante muy suave, muy sutil, del llamado componente lento del EMP [E3].
Así que cuando estos transformadores quedan sometidos al [E3], básicamente se queman, no debido al propio EMP sino a la interación del EMP con la operación normal del sistema eléctrico. Los transformadores se queman y cuando se queman así, señor, ahí se quedan y no se pueden reparar. Deben reemplazarse, como usted apuntó, desde fuentes extranjeras. Los Estados Unidos, como parte de su ventaja competitiva, ya no producen grandes transformadores eléctricos en ningún lugar. Toda la producción está deslocalizada en el exterior.
Y cuando quiere usted uno nuevo, lo pide, y entonces hay que fabricarlo y entregarlo. No se almacenan. No hay inventario. Se fabrica, se embarca y se entrega por medios muy lentos y complejos porque son objetos muy grandes y masivos. Vienen despacio. El retraso típico desde que ordena usted uno hasta que lo tiene en servicio es de uno a dos años, y eso es si todo sale estupendamente [y tiene usted dinero para pagarlo.]» – Dr. Lowell Wood, en otra comparecencia ante el Senado de los EEUU, 2005.
Uso militar del HEMP: destruyendo la civilización a continentes
«Los soviéticos planificaron un ataque EMP muy extenso contra los Estados Unidos y otros objetivos […] Un ataque así causaría billones [europeos] de dólares en daños infraestructurales […] A finales de la Guerra Fría […] sólo la Unión Soviética tenía la capacidad de montar ataques EMP contra los Estados Unidos, y muy probablemente lo haría como el primer golpe de una lucha a muerte realizada con medios técnicos protegidos contra EMP. Las respuestas indicadas a cualquier ataque EMP eran bien claras. La capacidad soviética máxima para imponer esos ataques existe todavía en las fuerzas estratégicas de la Federación Rusa, y predigo sin duda ninguna que seguirá existiendo durante muchas décadas […] Cualquier país que disponga de un arma nuclear del tipo de las utilizadas en la II Guerra Mundial [y un cohete capaz de transportarla al espacio] puede realizar un ataque EMP.» – Dr. Lowell Wood, op.cit. (1999)
Se ha postulado insistentemente que las armas de pulso electromagnético y otras aún más esotéricas como las de oscurecimiento constituirían el compás de apertura de la guerra nuclear. Un país así atacado a escala continental sufriría grave desarticulación de sus sistemas defensivos, y muy especialmente en sus radares y telecomunicaciones radioeléctricas. Pero, si bien todos los medios militares que se pueden proteger suelen estar protegidos, su efecto sobre la infraestructura civil resultaría tan devastador que un atacante podría optar por utilizar únicamente esta técnica para asestar un golpe terrible sin iniciar una guerra nuclear a gran escala.
Un solo cohete con una sola cabeza detonando en el espacio exterior, lejos de cualquier sistema antimisil del presente o del futuro próximo, puede provocar con facilidad esta clase de efectos a mayor o menor nivel. Hace tiempo que los científicos rusos y chinos publican abiertamente artículos sobre las posibilidades de construir armas de «súper-EMP«, diseñadas específicamente con objeto de llevar esta clase diferente de destrucción a sus límites teóricos máximos. Para potencias que disponen desde hace décadas de tecnología de armas nucleares avanzadas, misiles balísticos y cohetes espaciales, el coste de tales opciones es ridículamente bajo. Incluso países mucho más atrasados como Corea del Norte podrían llevar a cabo un ataque de este tipo con éxito, lo que seguramente explica algunas realidades presentes de la política internacional.
Curiosamente, un ataque de pulso electromagnético sólo se puede realizar una vez, y luego hay que esperar a que la atmósfera se descargue para repetirlo: cuando el aire está altamente ionizado por la detonación precedente, los siguientes pulsos «se ponen a tierra» y no hacen gran cosa. Por este mismo motivo se prefieren armas de fisión de una sola etapa en vez de armas de fusión multietápicas, o se corre el riesgo de que el pulso generado por la pequeña carga iniciadora debilite los efectos de las siguientes etapas.
Por su capacidad para causar grandes daños en un área inmensa a un coste ridículo, de manera difícilmente evitable y con la hipotética posibilidad de desarticular por completo la sociedad atacada durante un periodo de tiempo indeterminado, es muy probable que este tipo de armas se utilizaran en cualquier conflicto que escalara al nivel nuclear.
Armas de pulso electromagnético no nucleares
Se han postulado diversas armas electromagnéticas de alcance reducido, con el propósito de realizar ataques selectivos contra una instalación o vehículo determinados. Ya en 1951, Andrei Sajárov y su equipo propusieron en la URSS un cierto generador por compresión de flujo mediante bombeo explosivo, que fue reproducido poco después en el Laboratorio Nacional Los Álamos estadoundense. Los generadores Marx usados en la investigación de los efectos del pulso electromagnético constituyen otra posibilidad, aunque son caros y voluminosos para una aplicación militar en el campo de batalla. Un dispositivo llamado vircator puede convertir con facilidad la energía producida por estos generadores en fuertes pulsos locales, con un alcance de decenas o cientos de metros.
No se ha documentado con claridad el uso de este tipo de armas en guerras reales, probablemente porque están envueltas en un velo de secreto, los sistemas militares suelen estar protegidos contra pulsos y las redes eléctricas civiles se suprimen con más facilidad y de manera más selectiva mediante el uso de bombas de grafito.
Defensa contra pulsos electromagnéticos
Es conceptualmente sencillo proteger una instalación o equipo contra pulsos electromagnéticos, y en ocasiones hasta barato: si la defensa se implementa en la fase de diseño, puede llegar a encarecer el producto final en cantidades tan bajas como un 5% (aunque en otros casos llegue a superar el 100%). Sin embargo, esto sólo es aplicable a determinadas instalaciones y dispositivos, y una protección fuerte contra pulsos electromagnéticos militares presenta numerosos problemas de índole práctica (y económica).
Uno de estos problemas sustanciales radica en que, para proteger una instalación o equipo contra esta clase de ataque, la única aproximación verdaderamente eficaz consiste en encerrarlo en una caja o jaula de Faraday. Sin embargo, una jaula de Faraday perfecta resulta más fácil de decir que de hacer, sobre todo cuando hablamos de instalaciones voluminosas como una central eléctrica o telefónica, una estación de transformación, una refinería o una planta industrial. Entre otras cosas, requiere un costoso mantenimiento constante, para evitar que la humedad, la oxidación o incluso cosas como pequeños corrimientos de tierra que generen grietas en el subsuelo dejen un «paso libre» al pulso.
Otro problema importante radica en que las propias redes (eléctrica, telefónica, incluso la de aguas y alcantarillado…) pueden transportar el pulso con facilidad al interior de la instalación o dispositivo. Todo contacto con el exterior debe estar defendido con componentes dieléctricos, fusibles o disyuntores ultrarrápidos –raros y caros, pues como ya hemos mencionado las protecciones contra el rayo no sirven contra el componente E1 del pulso– o, incluso, mediante el uso de equipos totalmente autónomos situados dentro de la jaula.
Resulta especialmente complicado proteger los dispositivos provistos –externa o internamente– de antenas o de cableados o circuitos que actúen como una antena, dado que la naturaleza de las mismas es precisamente captar tanta energía electromagnética de la atmósfera como sea posible. Esta clase de aparatos quedarán destruidos con facilidad durante un ataque de esta naturaleza, e incluso pueden llegar a incendiarse o estallar. Prácticamente todos los equipos electrónicos que utilizamos cotidianamente y las redes que los alimentan son susceptibles de actuar como una antena.
Investigación de los pulsos electromagnéticos
Los procesos y efectos de los pulsos electromagnéticos de gran altitud se estudian fundamentalmente por dos vías. Una de ellas son los generadores Marx, capaces de inducirlos localmente sobre los equipos que se desea poner a prueba. De esta forma, se pueden descubrir sus efectos sobre cada aparato específico y sobre las protecciones que se les puedan haber implementado. Pese a que estos equipos son costosos y muy voluminosos, son numerosos los países que han trabajado con los mismos: Estados Unidos, la URSS y luego Rusia, China, el Reino Unido, Francia, Alemania, Holanda, Suiza e Italia.
Para comprender la manera como se generan estos pulsos y otros fenómenos similares de utilidad tanto civil como militar se utilizan las instalaciones del tipo del HAARP, tan del gusto de los conspiranoicos (aunque nunca sean capaces de acertar a qué se dedican realmente, y desde luego no tiene nada que ver con los terremotos).
Que esta demostrado por científicos como pueden provocar los terremotos con el haarp, como con distintas armas de geoingeniería.
Tanto el HAARP norteamericano (con su potencia de 3,6 MW… hay cadenas de radio que emiten más energía) como la instalación rusa de Sura (190 MW, 53 veces más) o el EISCAT europeo (cerca de un gigavatio total) y algunos otros de menor potencia son equipos de calentamiento ionosférico por radiación electromagnética. Estas instalaciones permiten simular de manera limitada el bombeo de rayos gamma y X en las capas exteriores de la atmósfera característicos de una carga nuclear EMP (y también de un montón de fenómenos naturales, como la radiación solar).
Sin que el mundo lo supiera, las principales potencias han dispuesto durante más de cuarenta años de un arma capaz de acabar con la civilización tecnológica moderna en apenas una fracción de segundo. En vez de corregir discretamente esta debilidad, la evolución de las sociedades y los mercados hacia unas tecnologías cada vez más delicadas y una economía donde se tienden a presionar todos los costes a la baja han magnificado el riesgo de que un ataque así suprima radicalmente los medios técnicos de una nación moderna y la envíe de vuelta al siglo XIX… en un tiempo donde ya nadie recuerda cómo se sobrevivía en el siglo XIX. Al igual que ocurre con las armas nucleares, no hay manera de desinventar el pulso electromagnético; sólo queda protegerse contra él. La pregunta es si queremos. Si queremos pagarlo, claro.
Fuente: Explayandose’s Blog (Nuevamente gracias David por la difusión) ^^
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La vida del planeta está concentrada solo en unos tipos que no tienen ganas de compartir su confort y se aferran a sus formas injustas y letales de producción, dominación y riqueza. No es imperialismo, qué palabra tan anticuada, tampoco expansionismo, mucho menos las bicentenarias colonización y conquista. Ahora se llama, pacíficamente, globalización.
El clima es el verdadero tema que exige concienciación y ejecución de manera ultracombativa en todos los programas educativos. La negra nube que ronda: convertir el clima en un arma mundial no es argumento de ciencia ficción. Es hora de empezar a ver que con los tiernos “plantá un arbolito” no hacemos nada. La ciencia, que evoluciona chueca, tiene planes que apuntan a controlar la temperatura, la ionósfera, el tiempo, las ondas electromagnéticas, crear armas meteorológicas. ¿Nos importa alguito?
Los Proyectos HAARP (EEUU) y, su esperable competencia, el Proyecto Sura (Rusia) aparentan ser plantas de estudios instaladas para comprender, mejorar los conocimientos de la física de la alta atmósfera. Pero otras campanas dicen que el fin es manipular al mundo mediante alteraciones del clima, o sea, decidir qué regiones serán más fértiles, qué zonas precisarían un sacudón climático, algún terremotito por aquí, alguna inundación por allá. El huracán Katrina estuvo en el ojo de la tormenta cuando golpeó las costas de EEUU y para Fox News, fue enviado por la ex URSS.
También se habla de los “chemtrails” o estelas de condensación dejadas por aviones que vuelan libremente por las ciudades rociando químicos que producirían cambios en el clima y la salud mundial. Estos aviones no son detectados por radares, no respetan ninguna regla.
Un caso a tener en cuenta en este tema es la posición asumida por el eminente profesor de Física, Hal Lewis, quien, en Octubre pasado, renunció a la Sociedad Americana de Física por causa del Climagate: “Es por supuesto, el fraude del calentamiento global, con los (literalmente) billones de dólares que lo impulsan, lo que ha corrompido a tantos científicos y ha llevado a la SAF a parecer una ola de delincuentes. El calentamiento global es el más grande y exitoso fraude pseudocientífico que he visto en mi larga vida como físico…” (Carta al presidente de la SAF).
Conocer la verdad sobre qué ocurre en nuestro mundo es nuestro trabajo de por vida: averiguarla, dejarla fluir. Las cumbres de traje y corbata no ayudan. Los grandes deciden los cambios sentados en barcitos, “a prisa, a la hora del almuerzo”, como también delata el profesor Lewis en su misiva de renuncia. Así que me temo que el espléndido viaje de nuestra siempre ecologista delegación paraguaya (todo pago) lo único que hace es sumarnos más pobreza y deudas.
Fuente 1: ABC.com.py
Fuente 2: El Blog de Tony
Carta INWO «Organización Internacional del Clima»

Carta INWO "Organización Internacional del Clima"
Todos los Lugares que controlas obtienen un +6 para defenderse contra cualquier Desastre… pero cualquier Desastre que visita a un rival, excepto en el Espacio, tiene un Power de +4.
Expertos sospechan de un “arma climática” detrás de las altas temperaturas que azotan a Rusia
Moscú, 29 de Julio, RIA Novosti – Las temperaturas inusitadamente altas que azotan por sexta semana consecutiva las zonas céntricas de Rusia hacen a algunos expertos locales preguntarse, si no serán atribuibles al ensayo de algún arma secreta por parte de EEUU.
Gueorgui Vasíliev, de la Facultad de Física de la Universidad Lomonósov de Moscú, recordó en declaraciones al periódico Komsomolskaya Pravda que los cataclismos más fuertes en Rusia y otras naciones se iniciaron después de 1997, fecha en que EEUU puso en marcha su estación de radiotransmisores HAARP.
Situada en Alaska, esta estación es la herramienta más poderosa para influir en la ionosfera. Algunos técnicos militares se inclinan a pensar que se trata de un arma geofísica. Vasíliev también sospecha que EEUU no habría invertido casi dos décadas y 250 millones de dólares en ese centro, si su única función fuese el estudio de aurora activa de alta frecuencia.
Un ex meteorólogo militar, Nikolai Karaváyev, no descarta «la posibilidad de que se esté ensayando un nuevo arma climática sobre Rusia«. Él vincula la oleada de calor extremo con el reciente lanzamiento de la nave espacial estadounidense X-37B, que es capaz de portar poderosas armas láser. Las temperaturas en Moscú ya rondan 40 grados centígrados, mientras que en Berlín, París, Viena o Varsovia oscilan entre 18 y 25 grados. Esta circunstancia lleva a Karaváyev a la conclusión de que es un cataclismo «local y deliberado«.
Vladímir Lapshín, director del Instituto de geofísica aplicada, califica esta hipótesis de «disparatada«, en primer término, porque las temperaturas superan la norma en el propio territorio estadounidense. «Las masas aéreas solían mezclarse generando en verano una temperatura próxima a los 25 grados mientras que ahora hay una enorme zona atmosférica de alta presión que permanece sobre la parte europea de Rusia (…) A ver si se mueve en agosto y todo el mundo se olvidará enseguida del arma climática«, dijo.
Fuente: RIA Novosti
Catástrofes seriales: ¿fenómenos climáticos o experimentos militares?
Las siete plagas de la destrucción parecen haberse desatado sobre el planeta y la humanidad. Y las interpretaciones sobre el origen de las catástrofes seriales que devastan la tierra giran desde lo científico a extrañas teorías (silenciadas oficialmente) que atribuyen esos fenómenos a experimentaciones militares orientadas al control de países y de poblaciones.
Por Manuel Freytas (*)
El Apocalipsis, según el capitalismo
Una serie inusitada de fenómenos climatológicos extraordinarios se registró en el planeta durante las últimas semanas.
Es como si hubiera estallado un aviso de Apocalipsis: Terremotos, lluvias de una intensidad inusitada en todo el hemisferio sur, nevadas históricas en el este norteamericano y el norte europeo, sequías devastadoras en las mismas regiones donde no hace mucho las inundaciones arrasaban a poblaciones enteras. Aludes, incendios forestales, crecidas de ríos y océanos, deshielos monumentales, hambrunas masivas.
Para la mayoría de los científicos esos fenómenos catastróficos son la consecuencia natural de la contaminación y la destrucción del planeta. Para otros es una señal mística del «fin del mundo».
Y están los que piensan que detrás de esos desastres encadenados hay un plan estratégico imperial y una manipulación científica de estos fenómenos orientados al control de países y poblaciones.
En la teoría más difundida, el calentamiento global está potenciando y acelerando el desenlace de estos fenómenos devastadores. Y la mayoría de los científicos aseguran que estas catástrofes encadenadas, llegaron para quedarse.
Según la Organización Meteorológica Mundial de la ONU, los últimos diez años fueron los más calurosos en la Tierra desde que se registran científicamente hace unos 120 años.
Científicos de la metereología hablan de un fenómeno cíclico producido por El Niño, que desata un cambio en las temperaturas y corrientes marinas, que se desarrolla cada dos a siete años en el Pacífico y que afectan desde América del Sur hasta Australia e Indonesia.
De acuerdo con la Administración Nacional de la Atmósfera y los Océanos de EEUU, la temperatura promedio del planeta entre el 2000 y el 2009 fue de 14,3 grados centígrados, un grado más que el promedio del siglo XX.
Esta situación llevó a que en los últimos 30 años se derritiera una tercera parte de los hielos del mundo, que constituyen la principal fuente de agua dulce de la mayoría de los seres humanos.
Y de acuerdo con las proyecciones del sistema de predicciones del Servicio Meteorológico Británico, el 2010 -a pesar de las nevadas históricas- ya se perfila como el año más caluroso desde que se contabilizan registros.
Según el Reporte sobre el Impacto del Clima difundido por agencias del gobierno de EEUU, estos fenómenos se acentuarán y agravarán en los próximos años. Entre los pronósticos se señala que los huracanes serán cada vez más letales en todo el Caribe, que se extenderán al sur hasta Bahía, en Brasil, y al norte hasta Nueva York. Para Europa y América del Sur se proyectan sequías y precipitaciones extremas en una misma región.
Mientras tanto, en todas las cumbres sobre «cambio climático» como las de Río, Johannesburgo, o la más reciente de Copenhague, sólo se habla de «impacto ambiental», de «emisiones contaminantes» que destruyen el planeta, sin profundizar en las raíces y causalidades del sistema capitalista que las produce.
Esta omisión (cómplice y conciente) permite hablar de la «víctima» (el planeta y la mayoría de la humanidad) sin identificar al «criminal» (los grupos y empresas capitalistas que concentran activos y fortunas personales depredando y destruyendo irracionalmente el planeta).
En el sistema capitalista (nivelado como «civilización única») la producción y comercialización de bienes y servicios (esenciales para la supervivencia humana) se encuentran en manos de corporaciones empresariales privadas que controlan desde recursos naturales (entorno medio ambiental) hasta sistemas económicos productivos (entorno social) por encima de la voluntad de gobiernos y países.
Esto implica, en primer lugar, que no son los Estados sino las empresas capitalistas (los dueños privados de los Estados) quienes deciden cuándo, cómo y en qué lugar (y sin ninguna consideración estratégica de impacto ambiental global) instalar una fábrica o una explotación industrial contaminante orientada (antes que nada) a producir riqueza privada al costo de la destrucción del planeta.
Sus expositores, los científicos y funcionarios que «alertan» sobre la catástrofe ambiental, no la relacionan con la propiedad privada capitalista, con la búsqueda de rentabilidad y concentración de riqueza en pocas manos, con la sociedad de consumo y con las trasnacionales y bancos que controlan los recursos naturales y los sistemas económicos productivos sin planificación, y sólo orientados a la ganancia privada en todo el planeta.
El sistema capitalista, como acción y como resultante es irracional, no planificado y (salvo la búsqueda de rentabilidad y de concentración de riqueza en pocas manos) carece de lógica estratégica para preservar y proteger racionalmente al planeta de su propia acción depredadora y destructiva.
En este contexto, las cumbres para hablar del calentamiento global y de los cataclismos en ascenso, siempre terminan en un fracaso a causa de lso intereses enfrentados y la sguerras por los mercados que predominan en el sistema capitalista.
En diciembre pasado, ministros de 192 países reunidos en la gran cumbre de medio ambiente de Copenhague, en diciembre, se retiraron del encuentro sin llegar a ningún acuerdo trazar estrategias y destinar fondos para combatir y prevenir estas catástrofes climáticas.
La irracionalidad (la no consideración de emergentes o de efectos colaterales nocivos y/o destructivos) convierte a las empresas capitalistas en depredadoras del medio ambiente (ríos, fauna, y animales incluidos) por la sencilla razón de que no actúan siguiendo intereses sociales generales (la preservación del planeta y de las especies), sino en la búsqueda de intereses particulares (la preservación de la rentabilidad y la concentración de riqueza privada).
Y el justificativo social (crear «fuentes de trabajo») que utilizan resulta también irracional, dado que para «dar trabajo» no solamente generan pobreza masiva por explotación del hombre por el hombre, sino que además destruyen el entorno y los recursos naturales del planeta para proveer riqueza y bienestar económico sólo a los pocos que integran la exclusiva pirámide de los beneficios empresariales en alta escala.
En consecuencia, los acuerdos se hacen dificiles, cada vez más imposibles, y a partir de esa distorsión inicial, los que prometen «luchas y planes» para salvar al mundo de la catástrofe global, son los mismos Estados y empresas capitalistas que están causando (con su accionar depredador irracional) lo que ya claramente se proyecta como un Apocalipsis natural a plazo fijo.
El Apocalipsis, según el Pentágono
Pero también están los que sostienen que los desastres climáticos, además del calentamiento global, responden a planes militares y experimentos científicos orientados al control de países y poblaciones.
De acuerdo con esta tesis, la guerra climática, la guerra biológica o la guerra química, son parte indivisible de la guerra militar para controlar países y poblaciones.
Todas a su vez, se sintetizan en la guerra psicológica para controlar y dominar la mente humana con fines del control social sin el uso de las armas (Guerra de Cuarta Generación). Su existencia operativa y sus estrategias de aplicación (exterminios masivos de personas con fines económicos y políticos) tienen origen en los laboratorios militares de las potencias centrales.
Durante el pasado terremoto de Haití, por la red circulaba una teoría inquietante: El terremoto de Haití habría sido manipulado científicamente por un programa desarrollado por la Fuerza Aérea de EEUU, o sea el Pentágono.
Concretamente se señalaba al proyecto HAARP (del inglés High Frequency Active Auroral Research Program, Programa de Investigación de Aurora Activa de Alta Frecuencia), una investigación financiada por la Fuerza Aérea de los EEUU, la Marina y la Universidad de Alaska para «entender, simular y controlar los procesos ionosféricos que podrían cambiar el funcionamiento de las comunicaciones y sistemas de vigilancia».
El HAARP (considerado, entre otras funciones, como una «máquina de crear terremotos»), es un calentador de la ionosfera, y actúa sobre ella como la antena más poderosa que jamás haya existido.
Pese a ser desmentida oficialmente como «conspirativa» esta tesis volvió a cobrar vigencia con el terremoto de Chile.
Según versiones que se esparcen por Internet, el cataclismo de Chile es otra manifestación del sistema experimentado por EEUU (proyecto HAARP) que permite crear anomalías climatológicas para provocar inundaciones, sequías y huracanes de intensidad inusitada.
Teóricamente, según los defensores de esta tesis, el HAARP podría modificar el clima del planeta, desviar los jetstream o corrientes a chorro de la alta atmósfera hacia donde se tenga interés, trabaja con ondas de alta y baja frecuencia, y es considerado por algunos expertos como un peligro para la existencia de la humanidad, debido al uso potencial como arma de «guerra climatológica«.
Según Roger Searle, profesor de geofísica en la Universidad de Dirham (Reino Unido) el terremoto de Haití fue 35 veces más potente que la bomba de Hiroshima. El catedrático también comparó la energía liberada por el terremoto en el país caribeño con la explosión de medio millón de toneladas de TNT.
El epicentro del sismo chileno fue a 325 kms de Santiago y resultó 50 veces más potente que el de Haití. Duró 90 segundos y fue tan fuerte que sacudió a todo el país. Hubo alertas por tsunamis y dicen que habrá más réplicas.
Según las tesis del «factor militar», estos fenómenos catastróficos se encuadran dentro de una estrategia de dominio imperial sin el uso de las armas.
A simple vista suena como una «teoría conspirativa», pero ateniéndonos a las investigaciones y verificaciones que existen sobre experimentos militares (sobre todo de EEUU y algunas potencias centrales) con armas, químicas y biológicas orientadas al exterminio masivos de seres humanos, la versión no parece tan descabellada.
En las tesis alternativas, estos fenómenos climáticos forman parte de las «guerras silenciosas» de exterminio poblacional que se originan dentro de los planes y estrategias del Pentágono para preservar y potenciar el control de EEUU, la potencia regente y dominante del sistema capitalista a escala global.
Se habla, incluso, de distintas operaciones de «aprovechamiento» de las catástrofes, cuyos objetivos van desde una «cortina de humo» para distraer la atención de la actual crisis global, hasta un plan capitalista «malthusiano» para reducir la población pobre «sobrante».
Puntualmente, la teoría sobre los terremotos como experimento científico aparece como «conspirativa», pero si se la asocia dentro de un contexto de experimentación militar con las «guerras silenciosas» ensayadas por el Pentágono, bien podría calificarse como verosímil.
Además, y como segundo objetivo central, todo lo que se destruye se debe «reconstruir», y todo lo que enferma se debe «curar», es la máxima que sigue siempre el sistema capitalista para arrancar rentabilidad tanto de las crisis económicas, como de las catástrofes, las epidemias y las guerras.
Suena pesadillesco, pero los laboratorios están, los científicos están, y los proyectos están, según una multitud de informes nunca desmentidos.
Entonces, si decenas de documentos describen estos proyectos, si oficialmente se reconocen que existen aunque no se los detallan, cabe una pregunta: ¿Porqué el Pentágono invertiría dinero y tecnología en experimentos que jamás serán usados?
Nadie sabe responderla, y las catástrofes seriales se siguen sucediendo sobre el planeta.
(*) Manuel Freytas es periodista, investigador, analista de estructuras del poder, especialista en inteligencia y comunicación estratégica. Es uno de los autores más difundidos y referenciados en la Web.
Fuente: IAR Noticias